domingo, 22 de junio de 2008

La ayuda

—Llevo media hora trabajando y no me has interrumpido —dije mientras encendía un purito y me levantaba a por más libros.
—O qué —me contestó Erre C.A. repamchingado en su rincón. —Me alegro que te hayas dado cuenta de que, a veces, el silencio acompaña mejor que una palabra.
Erre C.A. afirmó con la cabeza.
—Bueno, pues sigo con lo mío —dije al volver cargado con una pila de volúmenes.
—Zi me lo pedmitez —dijo el rano muy educado—a mí me guztadía que ziguiedaz conmigo.
—Ya me extrañaba a mí…
—Ez que t’hesho de menoz. Métete conmigo zi quiedes, no mimpodta.
—Pero es que estoy catalogando mis libros.
—Excusas. ¿Y no ez más importante una pedzona que toda una biblioteca?
—Pero tú no eres una persona.
—Ya, pedo me defedía a ti, no a mí. No me digaz que tú no edes una persona.
—A veces lo dudo.
—La duda ez buena.
—No cuando es eterna. Entonces te vuelves loco.
—Tú ya lostabas. ¿Y si no, por qué enrolladse con un dano?
—Eso ya me lo habías dicho.
—¡Anda que tú no te depitez, tío!
—Dejémoslo y ayúdame. Ordena esos libros —le pedí.
—Ezo eztá hesho.
Apagué el cigarro y Erre C.A. seguía recostado contra los libros.
—¿No me ibas a ayudar? —le apuré.
—Vamoz a ved, tú m’haz disho que oddenada eztos libotez, y yo t’he conteztao que eztaba
hesho, que ya eztá uno zobe oto, ¿no lo vez?
—Vale, déjalo… Y gracias.
—De na. A mandá.


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